Jóvenes que hacen la especialización están obligados a
soportar turnos de más de 30 horas de trabajo; un sistema riesgoso para los
profesionales y los pacientes.
Demasiadas horas encima. La vista, borrosa. El pulso,
diferente. Y el criterio, ausente. María Victoria Moral acumulaba al menos 20
horas de trabajo entre su horario habitual y la guardia como residente de
obstetricia en el hospital Bocalandro, en Loma Hermosa. En ese turno
interminable, se pinchó un dedo con una aguja mientras suturaba a una paciente.
Pensó lo peor. Mientras esperaba a la ART para hacerse estudios, que al final
dieron negativo, tuvo que seguir sus tareas como si no hubiera pasado nada. Y
por unas trece horas más.
A Luisina no le quedaba más fuerza en los brazos. Estuvo
casi dos horas suministrándole oxígeno a un bebe que había llegado en paro
respiratorio al hospital de Niños Orlando Alassia, de San Justo. Cuando al fin
pudo trasladar al paciente a terapia intensiva, sintió ganas de ceder.
Desplomarse. Descargar tensión, pasar de página. Pero todavía le quedaban 12
horas de trabajo en la guardia de pediatría.
Sin contar el sistema privado, en la Argentina hay 2924
residentes de distintas disciplinas que ocupan plazas nacionales y
provinciales, y ganan un promedio de $ 16.000 mensuales. Cuando se termina la
carrera de Medicina (en la UBA son ocho años, entre el CBC, los seis de carrera
y otro de internado no rotatorio), muchos profesionales deciden continuar con
el desafío de la residencia. Se trata de una especialización no inferior a
cuatro años en la que los médicos recibidos ejercen directamente sobre una rama:
cardiología, cirugía, traumatología, clínica...
Así, durante cuatro años, necesitan mentalizarse y hacerse
fuertes para resistir, en muchos casos, una verdadera pesadilla. Salvo
excepciones, la gran mayoría de los residentes debe luchar contra jornadas
intolerables de hasta 36 horas seguidas, sin descanso, con la obligación en
muchas ocasiones de tapar demasiados agujeros y asumir la tarea no sólo de
médicos, sino también de enfermeros o camilleros, e incluso afrontar la
responsabilidad de ser la única referencia en el lugar ante casos sensibles que
merecen una atención de un médico con mayor experiencia.
Así, la situación expone al sistema en dos aspectos: por un
lado, el estrés, la degradación y el daño que significa para los profesionales.
Por el otro, el riesgo para los pacientes de ser atendidos por médicos que
simplemente no dan abasto.
En tres de los hospitales más grandes de Mendoza (Central,
Laggomagiore y Alfredo Ítalo Perrupato), la pesadilla superó todos los límites.
Pasó más de un año, pero alguno de los residentes conserva marcas de los
castigos físicos. Pero mucho peores son los recuerdos: no se les pasó el miedo.
Siete residentes de primer año, en su mayoría de cirugía, dijeron finalmente
basta tras una serie de maltratos que iban desde baldazos de agua hasta golpes
en los riñones: renunciaron en no más de tres meses y presentaron una denuncia
al Ministerio de Salud de la provincia.
Pese a que la resolución 1993 del Ministerio de Salud,
publicada en noviembre de 2015, indica una regulación sobre las horas de
trabajo de los residentes y la necesidad de descansar luego de atravesar
guardias, LA NACION pudo comprobar, sobre la base de diversos testimonios, que
esa legislación está lejos de cumplirse.
Consultada por LA NACION sobre cuál es la predisposición de
los hospitales para regular las condiciones de trabajo de los residentes y qué
mecanismos de control funcionan, la subsecretaria de Políticas, Regulación y
Fiscalización del Ministerio de Salud de la Nación, Kumiko Eiguchi, dijo:
"El primer control lo deben hacer el jefe de servicio y las autoridades
del hospital para que se cumpla la normativa. Los residentes no son
trabajadores ni deben ser sustituidos con más o menos personal para brindar
asistencia".
Y agregó: "El objetivo primordial de las residencias es
formar especialistas en las distintas disciplinas para que en el futuro
contemos con profesionales formados con altos estándares de calidad".
El turno arranca a las 8 con un paneo general de los pacientes.
Unas horas después llegará una clase teórica y luego el pase, en el que
informará cada una de las novedades a los médicos de planta. Después, repetirá
la recorrida, hasta las 19 o 20. Ahí, empieza la guardia. Estar atento a los
pacientes que llegan, evaluarlos, diagnosticarlos, estabilizarlos, dejarlos en
observación. Esa actividad se mantiene hasta la mañana. Con un poco de suerte
dormirá un par de horas, no más. A las 8, lo mismo: empieza la recorrida
general. Su día terminará a las 19, quizás un poco antes si algún médico
superior se apiada. Pero casi nunca pasa. Son 36 horas seguidas de trabajo.
En el momento en el que Federico Palti, residente de primer
año del hospital Eva Perón, de San Martín, llega al fin a su casa no quiere
hacer nada más que dormir. Hasta comer queda en un segundo plano. Y esa
secuencia se repetirá al menos siete veces más en el mes. En cuatro meses con
ese ritmo de trabajo, bajó siete kilos.
Sobre el sistema de residentes no parece haber dudas. Según
un artículo de la Bio Med Central Medical Education, es el "catalizador
que transforma el conocimiento en competencia y las habilidades en experiencia".
No hay, según se coincide de manera unánime, una mejor forma de preparar a un
médico para situaciones riesgosas o que requieran una exigencia muy alta.
"Las facultades de medicina no te preparan para ser
médico. En las residencias hay un aprendizaje colaborativo en el que todos
aprenden de todos", dijo Luis Alberto Cámera, secretario de la Sociedad
Argentina de Médicos, presidente del Foro Nacional de Medicina y médico
permanente del Hospital Italiano.
Facundo Gutiérrez, residente de terapia de la clínica
Bazterrica que trabaja unas 70 horas semanales, señaló: "A pesar de estar
absolutamente en contra, que es una estafa, casi inhumano, no hay otro sistema
en el que uno aprenda tanto".
Así, se produce una cadena que parece imposible de romper.
Los residentes necesitan de los hospitales para aprender y los hospitales
precisan de los residentes para cumplir con algunas exigencias de
funcionamiento.
Un estudio de un grupo de investigación del Hospital
Italiano demostró cómo una posguardia de 36 horas luego de la jornada laboral
daña la funcionalidad cognitiva. La prueba, realizada a 21 residentes del área
de medicina interna, demostró que todas las esferas cognitivas estudiadas se
vieron afectadas. La velocidad de procesamiento auditiva, la capacidad de cálculo
y la atención fueron las más perturbadas.
Una indicación equivocada. Pasar una medicación que no era.
Alterar las velocidades de infusión de drogas. No advertir un infarto en un
electrocardiograma. Confundir a un paciente. Pedir un estudio que no correspondía.
Dormirse delante de un paciente. Estas situaciones, relatadas por residentes
consultados por LA NACION, se repiten todos los días en distintos hospitales,
especialmente en esos momentos en que ya acumulan demasiadas horas de trabajo
encima.
En Estados Unidos existe un caso que revolucionó el sistema
de residentes. En marzo de 1984, una joven llamada Libby Zion ingresó en el
hospital de Manhattan con unas líneas de fiebre. Pocas horas más tarde, murió.
Una larga investigación sumada a la lucha de su padre, Sidney, determinó que
buena parte de las -malas- decisiones habían sido tomadas por residentes que
acumulaban muchas horas de trabajo y no tenían un sistema de control que los
supervisara. Desde ese momento, las organizaciones que regulan el sistema de
residentes marcaron límites estrictos.
En la Argentina, los pocos que estudian el tema y tienen
conocimiento de la situación, no dudan: el caso Libby Zion está todos los días
al borde de repetirse.
Fuente: La Nación
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